Falleció santamente el 28 de agosto de 1964, viernes, hacia las tres de la tarde, un día de San Agustín, que tanto citaba, justo dieciséis años después de la magna peregrinación mundial juvenil a Santiago de Compostela de 1948, Año Santo Jacobeo, ideal de santidad por él propuesto a la juventud española y del mundo, de la que fue su artífice y su alma, y cuyo recuerdo sigue vivo en la memoria de muchos.
Una crisis cardiaca de las muchas que sufrió. No la soportó. Le administran los últimos sacramentos. Tratan de reanimarlo. Es inútil. Falló el corazón. En esos momentos estaban a su lado sus hermanos Rafael y Matilde y su primo Alfredo.
«Entregó su espíritu en las manos del Padre como un hijo chiquitín. No le ha dado tiempo a hablarnos del amor del Padre. Sus cartas hablarán por él ... La vida de Cristo ha matado ya su muerte y ahora vive. Y también matará nuestras muertes y viviremos con Él y con él. Hasta pronto ... en cualquier momento. Cuando hayamos cumplido “las cosas que faltan a las pasiones de Cristo en nuestra carne en pro de su Cuerpo que es la Iglesia”» [101]. «Su fallecimiento –asegura José María Máiz Bermejo– fue una conmoción nacional en los ambientes de la Acción Católica».
«A pesar de tratarse de una muerte ya anunciada, produjo entre todos los que le conocieron una gran consternación, de una manera unánime» [102]. «Todos sintieron su muerte y revivieron su admiración por la figura sacerdotal ejemplar que se reflejaba al exterior» [103].
«Tallado, diría yo, –Rvdo. Mariano Barriocanal– para el sacerdocio, vino a ser lo que esperaba y fuertemente anhelaba, siendo el sacerdote santo, probado en el crisol de una larga y dolorosa enfermedad, que le sirvió para inmolarse y ofrecerse a Dios como víctima de propiciación a ejemplo del Sumo Sacerdote Jesucristo, inmolado en la Cruz ... Informes bien verídicos [104] me aseguran que su última enfermedad, sobre todo, fue una auténtica y verdadera inmolación sacerdotal».
«Vivió pobremente y murió pobrísimo. Tuvo que pedir en más de una ocasión. Se puso en condiciones de vivir pobre», afirma Sor Carmen.
En la mañana del día de su muerte, como todos los días, había recibido la Sagrada Comunión que le habían traído de San Ginés. «Varios años antes de su fallecimiento había recibido el sacramento de la Unción de los Enfermos, de manos del Párroco de San Ginés. La recibió con plena lucidez y consciente de lo que es para un cristiano este sacramento de los enfermos» [105].
«Hacia el mediodía recibió la visita del Obispo de Huelva, D. José María García Lahiguera, que iba a verle con frecuencia. Fue a despedirse de su amigo, pues dentro de muy poco haría su entrada oficial en la Diócesis de Huelva. Le animó diciéndole que vencería esa crisis, como otras veces. Manuel Aparici le dijo en el momento de su despedida: «Es la última vez que te veo». ¡Qué cosas dices, Manolo! –respondió D. José María–. Yo seguiré viniendo a Madrid, y te veré con frecuencia. Se despidieron» [106]. Sin embargo, a primeras horas de la tarde de ese día expiraba en su domicilio de Madrid, en la Plaza de Isabel II núm. l, el «Capitán de Peregrinos». Sus últimas palabras fueron: «Dios, recibe mi espíritu» [107]. Y entregó su espíritu en manos del Padre como un hijo chiquitín, quedando inerte su cuerpo en la butaca de al lado del balcón (q.e.p.d.). «Tenía su cara un aspecto de tranquilidad y de paz» [108].
«Leímos sus disposiciones sobre el entierro, etc. Le amortajamos revestido: un alba y una casulla morada. Y nos quedamos velándole » [109] … «Por la capilla ardiente, instalada en su casa, pasó un desfile continuo de conocidos, colaboradores, personas que habían tenido relación con D. Manuel en las distintas etapas de su vida. Recuerdo la gran concurrencia de pueblo a su entierro; la Plaza de Isabel II, donde él vivía, estaba llena de jóvenes y amigos de todas las épocas» [110].
«El rosario, que rezamos por la noche, fue especialmente emocionante. Como D. Manuel nos enseñó a ver “un espíritu de fe práctico” fue para nosotros un signo elocuente de Iglesia. Lo dirigió D. Maximino Romero de Lema que desde el primer momento había estado en la casa y que estuvo toda la noche al lado del cadáver … Estaban allí todas las vocaciones de la Iglesia: unas esposas de Cristo, las religiosas que le atendían, unos cuantos sacerdotes, unos padres de familia y unos jóvenes.
»Nos ha dejado en paz y la llamada a la Fidelidad al amor del Señor. Hemos visto a un justo entre nosotros. ¡Le debemos tanto! Como él me decía tantas veces sonriendo: “Algo de culpa en tu sacerdocio, sí tengo”. ¡Bendito sea Dios» [111].
La noticia de su muerte se difundió rápidamente.
«Momentos después estaba de nuevo en la casa el Obispo de Huelva, D. José María García Lahiguera, que rezó un responso ante el cadáver» [112]. «Era un ir y venir de gentes que recordaban la figura, las obras y los consejos recibidos del sacerdote que acababa de fallecer. Entre los que acudieron a la casa del finado, figuraban, los Obispos Auxiliares de Madrid–Alcalá, doctores Ricote y Romero de Lema, D. José María y el Obispo de Salamanca, D. Mauro Rubio Repullés, grandes amigos suyos también, ... que vino de Salamanca a toda velocidad; Cura Párroco y sacerdotes de San Ginés; el Vicepresidente de la Junta Técnica Nacional de Acción Católica, Antonio García–Pablos, dirigentes y miembros de la Junta Diocesana y de todas las Ramas de la Acción Católica, sacerdotes, viejos amigos suyos y de su familia» [113].
Numerosas personalidades y amigos acompañaron sus restos mortales desde su domicilio, en la Plaza de Isabel II, hasta el Monasterio de la Encarnación, donde se celebró el funeral al día siguiente de su fallecimiento, pues la Parroquia estaba en obras.
«Este cálido –y un no sé qué de agobiante– atardecer de un 29 de agosto de 1964, un Madrid casi desierto, se ha hecho de repente profundamente humano en torno al féretro humilde de Manuel Aparici –escribe en SIGNO de fecha 5 de septiembre Joaquín Ruiz-Giménez–. Por la escalinata del Monasterio de la Encarnación, a hombros de viejos amigos, iba un inmenso corazón roto. Porque Manolo –así le hemos llamado siempre, antes y después de su ordenación sacerdotal– fue inteligencia aguda y dinámica, sin bizantinismo, flexible y abierta a la acción, pero fue, por encima de todo, un corazón, un inmenso corazón, a la vez fuerte y frágil, indoblegable y tierno, reciamente fiel a la verdad y sensible –casi hasta la melancolía– a los dolores y a las necesidades de los hombres.
»Muchos somos los que a lo largo de estos tres últimos decenios nos hemos ido curando un poco de nuestras flaquezas, haciéndonos menos inhumanos, al contacto con ese corazón. Su latido reforzó nuestro ánimo en los años treinta, desconcertantes primero, azarosos después, turbulentos y amenazadores, entre el afán de aceptar lealmente una perspectiva para España y poner espíritu de Cristo, desde las filas de la Juventud de la Acción Católica, en las cambiantes realidades y políticas de la República y la tentación de defenderse con “la dialéctica de los puños y de las pistolas” a la hora de las agresiones violentas del resentimiento y del sectarismo.
»Tan lejos de la imprudencia como de la cobardía, Manolo nos brindó el ejemplo –casi heroico, casi inimitable– de un apóstol vigoroso, militante incluso (con vigilancia nocturna de las iglesias y de los conventos en peligro [114]), pero al mismo tiempo sereno, sencillo, ilusionado, en espíritu de paciencia y de esperanza.
»Ese mismo latido del corazón de Manuel Aparici explica la actitud de hombres como Antonio Rivera, el Ángel del Alcázar, uno de sus más generosos seguidores …. Como también ese latido cordial hizo posible la acción hacia dentro, hacia el hondón del alma, en los Centros de Apostolado de Vanguardia –su creación más personal y fecunda–, en medio de obstáculos sin cuento.
»Corazón ejemplar de hijo y de hermano; de seglar al servicio de la Iglesia y de sacerdote; de apóstol sin fisura y de cristiano universal … El corazón de Manuel Aparici ha dejado de latir sin claudicaciones en todos los avatares de nuestra reciente y conturbada historia y se ha ido purificando, aún más si cabe, a fuego lento durante la forzosa inmovilidad de los ocho años de dolencia y, en parte, de soledad. Porque en el vértigo de la vida colectiva no le veíamos con la frecuencia que él hubiera deseado. Su ilusión era estar junto a cada uno de nosotros, día a día, codo a codo, compartiendo sobre la marcha inquietudes, ilusiones y fracasos. Pero tuvo que resignarse hermosamente a seguir la lucha en silencio, quieto y a distancia.
»Ya está en paz, en la paz de Dios, su inmenso, su santo corazón roto. Como grano de trigo que muere para dar vida a los suyos y a los otros, a los de enfrente. No sé si Manolo tuvo alguna vez enemigos. Por mi parte, tengo la certeza de que no … Pero, en todo caso, ya está ahora su corazón ofrecido al Padre por todos sus hermanos, los hombres».
El funeral y el entierro fueron de una gran concurrencia de fieles, jóvenes de Acción Católica, y sacerdotes. Funeral de «corpore insepulto». La celebración fue magnífica y de un gran recogimiento. Ofició el Obispo Auxiliar de Madrid–Alcalá, D. Maximino, que después rezó un responso ante el cadáver. Era el primer funeral que celebraba. Momentos antes de la ceremonia religiosa, el cadáver fue llevado hasta el templo desde la casa mortuoria.
«El féretro fue colocado en la nave central, sobre un sencillo túmulo. En el presbiterio, al lado del Evangelio, se situaron los Obispos: D. Juan Ricote, D. Mauro Rubio y D. José María García Lahiguera.
»En lugares destacados de la nave central se encontraban el ministro de Hacienda, D. Mariano Navarro Rubio, y el ex–ministro D. Joaquín Ruiz–Giménez; el Secretario General de la Acción Católica, Rvdo. Miguel Benzo, el Vicepresidente de la Junta Técnica Nacional de la Acción Católica, Antonio García–Pablos; el Presidente Nacional de los Jóvenes de Acción Católica, Roque Pozo; antiguos dirigentes y miembros de todas las Ramas de la Acción Católica española, así como un grupo de sacerdotes íntimos y colaboradores suyos, el Párroco y clero de San Ginés -su Parroquia-, representación del Cabildo de Curas Párrocos de la Archidiócesis, de órdenes religiosas y amigos del finado» [115].
Toda la juventud de Acción Católica, que ya no es juventud, estaba allí. Una iglesia llena totalmente de hombres, los que le habían seguido por todas las tierras de España en actos y peregrinaciones. Obispos, sacerdotes, religiosos, ministros, embajadores, médicos, abogados, padres de familia, etc.
El duelo estaba formado por el hermano del finado, Rafael; por el tío carnal Gustavo Navarro y Alonso de Celada y otros familiares.
«Terminado éste numerosas personalidades y amigos del finado, que acompañaron los restos mortales hasta el Monasterio, siguieron al cementerio de Nuestra Señora de la Almudena, de Madrid, donde recibió sepultura en el panteón familiar» [116].
Si exceptuamos algunos funerales y veladas que se organizaron espontáneamente por el laicado exclusivamente, no hubo prácticamente manifestaciones públicas después de su muerte. La razón es que los Organismos nacionales y sus nuevos Consiliarios, así como los propios Obispos a los que D. Manuel había servido con tanta lealtad como cariño permanecieron mudos aunque parezca paradójico, y las circunstancias del Apostolado Seglar en esa época histórica comenzaba a variar y orientarse de otro modo, con lo que esto supone de cierto recelo a lo que se había hecho anteriormente, porque así de absurdos somos todos los humanos, hasta que después la historia pone todo en su lugar, aunque no siempre» [117].
[101] Rvdo. José Manuel de Córdoba (SIGNO de fecha 5 de enero de 1965).
[102] Alejandro Fernández Pombo.
[103] Mons. José Cerviño y Cerviño.
[104] Manuel Aparici se había trasladado a Madrid, a la terminación de la guerra, por lo que él (en Burgos) no vivió a su lado.
[105] Cf. Su primo Javier.
[106] Diario YA de fecha 29 de agosto de 1964.
[107] Su primo Alfredo describe así sus últimos momentos, que para él fueron impresionantes: «Estando yo presente, y sin respiración, intentó levantarse del sillón donde estaba y exclamó con voz firme: “Dios, recibe mi espíritu” y en ese momento cayó desplomado sobre el sillón, muerto».
[108] José María Máiz Bermejo.
[109] Rvdo. Carlos Castro Cubels (Su carta a Sor Carmen de fecha 1 de septiembre de 1964. C.P., p. 8884).
[110] Alejandro Fernández Pombo.
[111] Rvdo. Carlos Castro Cubels (Su carta a Sor Carmen de fecha 1 de septiembre de 1964. C.P., p. 8885).
[112] Diario YA de fecha 29 de agosto de 1964.
[113] Cf. Diario YA de fecha 29 de agosto de 1964.
[114] De su Diario son estas frases, suficientemente ilustrativas por sí mismas: «Preocupado con la cuestión religiosas» (10 de octubre de 1931) … «Estuve un rato charlando con él de la cuestión religiosa» (11 de octubre de 1931) … «Fuimos a la salida del cine Europa para ver el ambiente de los anticlericales» (11 de octubre de 1931) … «Me fui a los Jerónimos después de ver la manifestación anticlerical» (14 de octubre de 1931) … «Reanudé la conversación sobre la defensa de iglesias manteniendo el punto de vista de la caridad» (10 de octubre de 1931) … «Después de cenar fui con Wisth de paseo … Madrid tranquilo … A las 2 me acosté» (13 de octubre de 1931) … «Salí de nuevo para pasear por Madrid y a la 1,30, viéndolo tranquilo, me acosté» (14 de octubre de 1931). Con ello, no pretendemos agotar el tema; sirven sólo a modo de modesto testimonio.
[115] Diario YA de fecha 31 de agosto de 1964.
[116] Diario YA de fecha 31 de agosto de 1964.
[117] José Díaz Rincón.